Nunca me ha gustado limitarme.

Fui una de esas niñas inquietas, entusiasmada a partes iguales con la clase de lengua y el maratón de matemáticas.

Jamás entendí por qué debíamos escoger entre un camino u otro. Y a medida que desarrollaba mis primeros proyectos, esta idea se hizo más fuerte.

Cuando llegó el momento de elegir una carrera, tenía muy claro que no quería perder esa amplitud de miras bajo ningún concepto.

Así que escogí la literatura, la posibilidad de estudiar distintos aspectos de la creación humana a lo largo del espacio-tiempo.

Después llegué al máster de Nuevos Medios Interactivos y Periodismo Multimedia y todo fue tomando forma.

Reafirmé mi vocación docente y mi inquietud investigadora, pero también la importancia de las habilidades técnicas.

Descubrí el poder del storytelling, el branded content, la minería de datos… Y decidí aprender a programar. 

Y en plena crisis de los veinte, cuando el mundo adulto se vuelca ante ti como una losa (y con una pandemia de por medio), decidí que nada iba a alejarme de mi visión lúdica hacia la vida.

El juego y la ficción se convirtieron en mi trabajo, no solo como ejes de mi tesis doctoral: también como temario de mis clases, de mis consultorías en el mundo publicitario, o de mis proyectos culturales.

Ahora, cuestiones como la Inteligencia Artificial o el Metaverso han venido para refirmar nuestra realidad digital, inmersiva e interactiva.

Una realidad versátil. Híbrida. Multidisciplinar.

Donde me entusiasma pensar en todo el valor que podrán aportar los que, como yo, se consideran humanistas digitales